La fuente de toda soberanía

El 23 de junio de 1789, en la Catedral de San Luis de Versailles, la voluntad del pueblo, a través de sus diputados del Tercer Estado, se confronta a la voluntad del rey. Es el comienzo del final. Se parece a algo que está ocurriendo hoy, 222 años después.

«Señor, sois un extraño en esta Asamblea y no tenéis derecho a hablar en ella», habló Mirabeau, dirigiéndose al Rey. Es una escena que bien podría reescribirse en clave actual. Y esa frase podrían esgrimirla los constituyentes del pueblo. En la sala del Palacio del ex Congreso Nacional, para expulsar a cualquiera que intente ponerse por sobre la voluntad que los ha colocado ante la historia. La voluntad del pueblo.

Pero vamos a correr la cinta hacia atrás. Mucho más atrás. Corre el año de 1789 y la Francia monárquica convulsiona. La crisis es profunda, económica y social. El Rey trata de salvar el pellejo y de paso el de un sistema, «el feudal», que se derrumba. Convoca a los Estados Generales. Todos los estamentos de la sociedad francesa. Clero, nobleza y el pueblo, en el Tercer Estado, al que accedían los sectores más pudientes.

Es el Tercer Estado el que acaba convirtiéndose en Asamblea Nacional, un 17 de junio de 1789. En un audaz golpe, temiendo que el rey ordene su disolución, hacen juramento de «no separarse y reunirse cualesquiera sean las circunstancias, hasta que la Constitución del reino esté establecida y fundada sobre base firme». Así las cosas, aquel 23 de junio de 1789, el Rey intenta dar marcha atrás y poner punto final a la locura. Ya es tarde. Se enfrenta a la voluntad concertada de los diputados electos, decididos a imponer la voluntad de la nación, la voluntad general del pueblo, que no reconoce en la tierra un interés sobre el suyo y no acepta más ley o autoridad que la suya. La idea que por un momento pareció la tabla de salvación acabó con el Rey, su familia y todo el orden feudal.

Primero como tragedia, después como farsa

Pero si se trata de comparaciones, Piñera no pasa de reyezuelo. La tabla de salvación, ese espurio acuerdo del 15 de noviembre, que organizaron entre gallos y medianoche, y al cual se aferran como náufragos, es el preámbulo de su epitafio. El presidente, al igual que Luis XVI, quiso dar un golpe de timón y fijar las reglas del juego. Intentó poner a un invitado de piedra para inaugurar la Constituyente, el presidente de la Corte Suprema. Para luego desdecirse y recular. Tiene miedo que eso encienda las alertas de la Asamblea, que todo se desbande antes de iniciar, que al Ministro Silva le vaya peor que al Gran Maestro de Ceremonias del Rey, el Marqués de Dreux-Brézé. Mas, para arrepentimientos ya es demasiado tarde.

El primer decreto

Lo que declaró el grupo de 34 constituyentes, debe corearse a voces en las calles. Es la bandera de lucha en cada territorio. La voluntad popular debe oírse como en la Catedral de San Luis de Versailles. Mirabeau confrontando al Rey. El poder del pueblo, a través de sus constituyentes. Y la Asamblea decrete:

«La Constituyente, depositaria de la voluntad del pueblo, fuente de toda soberanía, decreta a modo de crear la bases democráticas necesarias y urgentes sobre las cuales elaborar la nueva constitución: la libertad inmediata y sin más trámites de todos los presos políticos, el juicio y castigo sin dilación a todos y cada uno de los criminales que levantaron la mano contra el pueblo, y la desmilitarización del territorio mapuche. Anótese, tómese razón y publíquese. Por orden de la Asamblea Constituyente».-