“La verdadera realidad del opresor sólo se puede ver desde el oprimido”, dijo alguna vez Eduardo Galeano. Y esa suerte la corremos como hermanos todos los pueblos latinoamericanos. Todos los trabajadores del mundo.
Sangre, los océanos en conjunción, y la riqueza del suelo que trae justicia. Rojo, azul y amarillo. Los colores -invertidos- de la bandera colombiana. Así amaneció el viernes 7 de mayo el Ancla, ubicado en el cerro homónimo en el centro de la ciudad, símbolo de la capital de la II Región, Antofagasta.
Se trató de una intervención que simboliza la solidaridad del pueblo chileno con su homólogo colombiano. El sentido es claro. Hoy, todos luchamos como si fuéramos el pueblo de Colombia. Hoy nos hermanamos como un solo pueblo extendido en todas partes del continente.
Pues la lucha contra la explotación, la miseria, la corrupción no es un hecho de exclusividad nacional. Allí y acá, los regímenes golpean con dureza. Lo hacen para encubrir su debilidad y desesperación. Allí y acá, el pueblo crece en fuerza, indignación. Crea su propio poder. Allí y acá, nada ha terminado. Y el desarrollo de sus destinos, de hoy, está entrelazado.
De eso se trata. Del destino común. Y ese destino común se desarrolla, por más que las ‘pequeñas huestes xenófobas’ intenten manifestar su indignación vía redes sociales, que, tal parece, es el único lugar donde existen.
Hoy es la bandera colombiana, la que ondeó Francisco de Miranda en 1806. Esa que retomara el Libertador Simón Bolívar, en 1817 y 1821, en los Congresos de Angostura y Rosario de Cúcuta, respectivamente, para establecimiento de las naciones de Venezuela y la Gran Colombia.
Esa bandera se halla hermanada con la chilena. Sus pueblos se hermanan en la lucha por liberarse, esta vez, de la opresión en todo el territorio americano. Pues sus luchas relatan un destino común. Es la suerte hermana del pueblo llano, del pueblo de a pie. De esa fuerza enorme que sólo le queda nacer, nacer y volver a nacer.