Estados Unidos, el país que pregona la libertad y el respeto del ser humano envuelto en una vorágine de violencia racial. Discurso y realidad divorciados. Los hechos ocurridos en Minneapolis y Chicago, con sus muertos respectivos a manos de la policía, muestran, como en todos los países, el rostro represor del Estado contra sus ciudadanos.
En un escenario de crisis económica y sanitaria, agravada por la constante violencia racial ejecutada por la policía y amparada por el Estado, las masas de la clase trabajadora estadounidense se movilizaron y pusieron en vilo al gobierno de Donald Trump. Joe Biden, entonces aspirante a la Casa Blanca se mostró satisfecho, y hasta entusiasmado. De hecho, gran parte de su victoria, se debe más a la desilusión de la gran mayoría del pueblo con el mensaje de una América Grande, que a su propio esfuerzo.
No es un accidente, ni es un hecho aislado. Es parte de la sociedad norteamericana, la muerte frecuente provocada por razones raciales. La institución que comete más atropellos a los derechos humanos en contra de sus compatriotas es, no es por casualidad, la policía. El Estado, como administrador de los intereses de una clase, reacciona en todos los países, de manera similar frente a las movilizaciones populares que amenazan su sistema, desata la represión. En EE.UU, la cosa no es distinta.
Ahora Biden, debe beber de su propia medicina. Ve con estupor como se levantan contra él, o lo que es lo mismo en contra de la policía, la misma masa que remeció a su contrincante político. Lo que no es capaz de entender, o bien de admitir, es que lo que sucede allí no es una especificidad gringa, sino que es parte de un movimiento político y social, que ha recorrido el mundo y que lleva en su periplo el mensaje de la lucha de clases.
En todos lados, las fuerzas armadas no han salido de sus cuarteles para solucionar los problemas que ha provocado la pandemia, sino para reprimir. Especialmente, cuando la policía se ha visto sobrepasada en su rol de contener a las masas. En la práctica se han transformado en una segunda policía, que opera contra sus ciudadanos. El mundo ya los conoce. Sabe que no vacilan en matar o mutilar a hombres, mujeres, niños y ancianos. Que no discriminan a la hora de defender los intereses de la clase dirigente.
Hoy se trata de la muerte de un afroamericano a mansalva y de un niño latino de trece años con las manos levantadas. Son escenas que estremecen. La gente común ansía justicia, pero ésta no vendrá de quienes desatan la represión, ni de quienes la ejecutan. El terror y el miedo a los ciudadanos, engendrado desde las cúpulas políticas, desenmascara al enemigo. Desenmascara sus razones. Ellos provocan el odio, el desprecio, no porque sean policías, sino porque obedecen ciegamente a un grupo que no quiere perder sus privilegios. Eso ha provocado levantamientos sociales esporádicos, que han remecido las ciudades, donde se han quemado cuarteles policiales y todo lo que representa al régimen y sus injusticias.
El abuso policial en contra de los trabajadores de un país, de la raza que sean, no acabará con una reforma de esta institución, sino con el cambio del sistema policial actual. Y esto, no ocurrirá, sin que se vayan los políticos que amparan ese sistema. En resumen, no cambiará, si no cambia el régimen totalmente. Lo que es imposible de hacer, por los mismos que se benefician de ese estado de cosas. Es decir, seguirán repitiéndose los mismos hechos, una y otra vez. Los más liberales pregonarán reformas, un cambio de políticas internas y un maquillaje estético. No obstante, todos sabemos que si no cambia todo, nada cambiará.