Es Guayaquil y no es cualquier ciudad. Se trata de la segunda más importante del Ecuador, su capital comercial y portuaria. Y esta es la imagen que da la vuelta al mundo. Los barrios populares y las calles, exhibiendo a plena luz del día, los cadáveres víctimas del COVID-19, abandonados, quemados o custodiados por sus […]
Es Guayaquil y no es cualquier ciudad. Se trata de la segunda más importante del Ecuador, su capital comercial y portuaria. Y esta es la imagen que da la vuelta al mundo. Los barrios populares y las calles, exhibiendo a plena luz del día, los cadáveres víctimas del COVID-19, abandonados, quemados o custodiados por sus parientes. Es el horror y está ante nosotros.
Frente a la catástrofe, el presidente L. Moreno declaró que “los números se quedan cortos”, dejando en entre dicho la cifra oficial. Por otro lado, su ministro de salud, el médico Juan Carlos Zevallos, expresó: “hubo un aumento sin precedente del número de difuntos […] pasar de 700 a 1.500, en un período muy cortito de tiempo, es inmanejable”. Ellos son las máximas autoridades, son el gobierno, son responsables.
Los centros de salud y las funerarias no dan abasto. Enfermeras claman por mayor preocupación en el número de profesionales e insumos para la atención, que han sido abandonados por el gobierno, que no saben qué hacer. El panorama es desolador y dantesco.
Se trata de la versión más cruda del capitalismo. He ahí las causas de la catástrofe del Ecuador. La pobreza, la sobreexplotación, la falta de planes de salud, la ausencia de programas, de garantías en víveres para hacer frente a una amenaza como el coronavirus. En suma, es la vida humana reducida a una mercancía.